viernes, 26 de julio de 2013

De pobreza y otros males...

No se si es por la manera en que he sido criada entre libros, poemas y canciones, que tengo la manía de escribir todo lo que siento y pienso. Todo lo que está a mi alrededor lo analizo y todo lo exteriorizo mediante la escritura. He vivido 26 años siguiendo un principio inculcado por mi padre, que se ha arraigado muy dentro de mi ser: “Quien no vive para servir, no sirve para vivir”. Y es por esta misma razón que me siento en la obligación de compartir mi filosofía de vida y denunciar lo que creo que está mal. En estos últimos meses ha habido cosas que he querido gritar y que no he tenido ni tiempo, ni público para hacerlo. Por eso me he decidido a escribir ahora.

Vivimos en una época en donde todo es moda. La religión es moda. El voluntariado es moda. La sensibilización ante los animales es moda. Y así mismo un sinnúmero de causas “humanitarias” que nos muestran hoy en día. Y de cierta forma está bien, porque terminamos haciendo algo bueno por la sociedad, pero nos perdemos en la moda sin saber bien qué es lo que estamos haciendo.

Aprovechando las palabras del Papa Francisco que ha llamado a la juventud y la sociedad en general a aventurarse en un voluntariado activo, no sólo de palabras; me atrevo yo misma a compartir mis experiencias y mis puntos de vista con quien quiera leer esto.

Soy católica, pero no soy fanática al 100% de la Iglesia. No creo en una institución gobernada por seres humanos. Dado a que todos los seres humanos comentemos errores. Creo firmemente que la fe debe regularse en lo más dentro de cada uno de nosotros. Y los únicos preceptos que debemos seguir como leyes universales, son los de amar al prójimo como a nosotros mismos y todo lo que esto conlleva.

Pero esto no es lo que quiero transmitir realmente. Tomo en consideración este tema porque concuerdo con el Papa, en que necesitamos acciones para cambiar lo que está mal y fortalecer lo que estamos haciendo bien.

Creo que lo he dicho varias veces en mis posts, yo no decidí estudiar derecho porque quiero ser abogada. Ni porque quiero ganar plata. De hecho estoy cada vez más asqueada del sistema legal en nuestro país, a medida que me voy adentrando en este mundo de la práctica del derecho. Yo estudio derecho porque estoy convencida de que las leyes son la base de la injusticia social en la que se encuentra inmersa nuestra sociedad. Y si no sé de leyes, no puedo cambiarlas, ni puedo luchar contra ellas. Estoy convencida de que no todo lo legal es justo, lo que se origina en miles de años de personas incompetentes creando leyes a su conveniencia y a la conveniencia de los que están en el poder.

Entonces mi misión es ayudar a todas las personas que pueda ayudar, a despertar del eterno letargo en el que hemos vivido. A abrir sus ojos a las realidades que hay más allá de los patios con el césped verde y las urbanizaciones con muros gigantes y seguros. Y más que nada a combatir el peor de los males que podemos sufrir: la pobreza. No sólo económica, sino también la pobreza espiritual y la falta de educación.

Se preguntarán ¿cómo llego, yo, a tener esta misión tan compleja? Pues el cuento comienza hace mucho mucho tiempo. Con mi padre, que nació en una familia muy muy pobre, con 7 hermanos y una madre soltera sin profesión alguna. Llegaron a Guayaquil, luego de mucho esfuerzo y mucho carácter de mi abuela (para criar a 6 varones tremendos), a un cuartito sucio, que antes era utilizado como bodega, en el centro de la ciudad, para que puedan estudiar mientras ella se dedicaba a lavar ropa y otras labores para poder darles de comer. Después de haber sufrido muchas necesidades, verdaderas necesidades (no lo que conocemos ahora como necesidades), se pudo labrar una vida, luego de muchos años, de cultura y comodidad. No digo de riquezas, porque nosotros nunca hemos sido ricos, refiriéndome a riqueza económica. Pero sí ricos de espíritu y de cultura. Cosa que para mí es lo más importante.

Cuando mi padre conoció a mi madre, todavía no tenía estabilidad de ningún tipo. La familia de mi madre tampoco era de riqueza económica. Entonces, entenderán que cuando yo nací, aproximadamente un año después de que se casaron, también me tocó sufrir un poco. Pero más que nada les tocó sufrir a ellos. Porque yo tuve la perfecta definición de una princesa. No por mimada sino por lo delicada que era físicamente. No era un bebé de esos “todo terreno” y les costé cada centavo que podían ganar. Mientras crecía no conocí lo que era andar en carro propio durante mucho tiempo. Ni lo que era tener los zapatos o la ropa de moda. No supe, hasta muy entrada mi adolescencia, lo que era tener una navidad con muchos juguetes y regalos.

Aun así nunca me faltó nada. Estudié música. Aprendí idiomas. Me gradué en un buen colegio. Estudié en buenas universidades. Pero lo que sí conocí y de lo que estoy convencida hasta el más pequeño de mis átomos, es que somos capaces de hacer todo lo que nos propongamos, por más difícil que esto parezca.

Y es a eso que va mi post. Recuerdo mis días, saliendo cansada de la escuela, volando a casa para cambiarme de ropa y salir por las mismas al conservatorio. Almorzar algo en el trayecto en bus y tomar una pequeña siesta antes de llegar a mis clases de solfeo y piano. Y todo ese esfuerzo que hice, toda esa tristeza que sentía a ratos por no poder hacer lo que los “niños normales” hacían, como ver tv o entrenar deportes, se ve ahora reflejada en mi tan íntima relación con la música y la literatura, la cual no cambio por nada.

Ese esfuerzo no sólo de mis padres, sino también mío (tal vez ahora lo veo más claramente que cuando estaba pequeña), de querer superar cualquier obstáculo que se presentara en mi vida, es lo que me lleva a la misión que me he trazado. La pobreza no es algo que está ahí y que existirá siempre. La pobreza es un mal que nos aqueja a todos. Porque si cerramos los ojos a lo que hay más allá, sumergimos nuestra vida en pobreza, al contrario de lo que creemos. Mostrarnos indiferentes lo único que hace es crear pobreza en nuestros corazones. ¿Queremos que nuestros hijos crezcan en un mundo pobre? Por lo menos yo, no lo quiero. No quiero que mis hijos crean que porque ellos no sufren necesidades, no existe gente que pase por eso. No quiero que vivan con los ojos cerrados. Y ciertamente no quiero que sean intolerantes a las demás realidades diferentes a las de ellos.

Entonces, si quiero un mundo diferente para ellos, ¿quién hará que así sea? Pues yo. Por mí comienza el cambio. Y si puedo ayudar a una familia a que supere los obstáculos que la vida presenta muchas veces, lo haré encantada. Si puedo evitar que una persona sufra lo que alguna vez sufrió mi padre, como muchos otros miles, seré feliz. Y si puedo hacer que esto se replique 10, 100, 1000, un millón de veces más, estoy segura de que mi misión estará cumplida.



Si no lo hago yo ¿quién lo hará? Si no somos nosotros, entonces ¿quién?